martes, 26 de julio de 2016

Para saber quién eres






A mi suegra la estaban operando en urgencias. Era un sábado de junio por la tarde. El pasillo se llenaba de familiares, de accidentados por el tráfico, de drogadictos jóvenes. Y mi nariz se llenaba del olor inconfundible de los hospitales, un olor que hacía posible la detención del tiempo. Siempre me ocurría lo mismo al entrar en un hospital, cuando llevaba cinco minutos dentro, parecía que estaba allí toda la vida, que nunca antes había ocurrido otra cosa, que no tenia pasado ni futuro; tan sólo existía el olor denso creado por el aire acondicionado que mezclaba el aire de todas las habitaciones, de todos los quirófanos, de todas las cocinas, de todas las enfermedades. Era como sumergirse en un lago, sólo te rozaba el cuerpo una porción de agua, pero sabías que toda el agua que contenía el lago te contenía a ti. Del mismo modo, al entrar en un hospital te convertías en un elemento nuevo rodeado por todas las partículas que flotaban en el aire, y aunque tan sólo una porción de aire era la que te rodeaba, sabías que en cada inspiración tus pulmones se llenaban de todas y cada una de las esperanzas y las desesperanzas que flotaban en aquel gigante de cemento.
En el pasillo hacía un calor insoportable. Nos habían dicho que la operación tardaría una media hora. No era grave, sólo era una hernia, pero sentíamos cierta preocupación.
Salí del pasillo para poderme fumar un cigarrillo, con la esperanza de que la nicotina enmascarase el olor envolvente del hospital. Mientras fumaba, una mujer joven y atractiva me llamó por mi apellido, no la reconocí, pero supuse que era una compañera de estudios, al nombrarme por mi apellido y no por mi nombre. Se acercó, me abrazó, y se hundió en un sollozo que no estaba provocado por ninguna operación de hernia.
En aquel abrazo reconocí a la mujer, su perfume de ahora era caro y estaba aderezado con unas gotas de resignación, pero el aroma fresco de adolescente perfecta, de romero y limón, se filtraba hacia el presente como el agua en una cesta. Aquella mujer era Lola, mi compañera de pupitre en el colegio y mientras ella, entre sollozo y sollozo, desgranaba una historia de sobredosis, mi memoria escudriñaba con parsimonia las tardes de junio en el internado.
Mi actividad habitual de aquellas tardes era estar durante las horas de estudio quietecita y distraerme con cualquier pretexto para no estudiar. Pero, para no estudiar, había que utilizar la astucia y la imaginación, no así el movimiento y la palabra. El movimiento y la palabra eran perceptibles para la monja que vigilaba “el estudio”, y suponía el riesgo del castigo.
Yo me sentaba en un lugar estratégico, junto a la ventana para poder ver el río. Me gustaba observar las plantas y los árboles que crecían en su ribera, y me gustaba también aprenderme sus nombres, así mezclaba los nombres y distinguía cada planta, podía diferenciar el verde del enebro y de la lavanda, el aroma de la sabina y de la sarga, y el ruido de los chopos, de los pinos y de los álamos. Con este divertimento, las agujas del reloj pasaban de las seis y media de la tarde a las ocho y media, sin más preocupación que la de estar preparada para la partida de cromos que iba a tener después de la cena. 

Ya por aquel entonces, como más tarde descubrí, había que tener grandes metas para sobrevivir a lo cotidiano. Y una buena partida de cromos era un buen aliciente para terminar el día. Mientras yo inventaba estratagemas para pasar el tiempo, Lola, sentada junto a mí en el pupitre, estudiaba el examen de historia del día siguiente.
En alguna de aquellas tardes de primavera, empecé a observar y a descubrir como las tormentas meteorológicas se fundían con las hormonales. Unas llenaban el exterior del aula con relámpagos y lluvia, otras llenaban el aula con susurros y suspiros. Las alumnas de quinto curso, dos años mayores que yo, se veían envueltas en las dos tormentas y se comportaban de un modo incomprensible para mí, pero ese comportamiento ya era digno de observar y de analizar, quizá por ser incomprensible. Se pintaban los labios para estudiar trigonometría, se depilaban las cejas para estudiar a Kant. Y además, la monja encargada de vigilar nuestro estudio, las reprendía con más condescendencia que a las menores, que nos distraíamos tirando bolas de papel. Comencé a preguntarme por qué unas conductas eran más castigadas que otras. Era obvio que hacían más ruido los suspiros que las bolas de papel volante.
Lola, llevaba siempre los calcetines perfectamente sujetos a la rodilla, todo un arte que yo no conseguía aprender, a mí se me caían constantemente; o bien, estaban en el tobillo, o bien, me los subía a cada instante. A ella, a Lola, todavía no le tocaba pintarse, pero el síntoma de los calcetines me hacia sospechar que después del verano probablemente ya se depilaría las cejas.
En una de aquellas dulces y lentas tardes de primavera, el hermano de Martínez se suicidó. Lola me dijo que no me acercase a Martínez cuando regresara. Nadie hablaba del tema, pero los pasillos se llenaban de corros.
¡Tan joven! ¿Y su novia?
La cara de Martínez no cambió. Estuvo unos días fuera, y cuando regresó, tan sólo un jersey negro de cuello alto bajo el guardapolvos recordaba el motivo de su ausencia. Ella estaba igual, sólo le noté un ligero cambio en los ojos, no en la mirada. La mirada era la misma, limpia y profunda, pero los ojos habían cambiado.
Martínez iba dos cursos por delante de mí. No se pintaba, no le hacia falta, su cara era guapa y transparente, tenía la belleza de la inteligencia. Era condescendiente conmigo, siempre estaba dispuesta a ayudarme con los problemas de física. Cuando regresó del suicidio, apenas hablaba con nadie, pero a mí me dejo acercarme, me dejó que le pidiera ayuda con los problemas de física. Yo no pregunté, ella no contestó. A través de las fuerzas centrípetas y de las rectas que se cortan en el infinito, establecimos un silencio sobre lo importante. Un silencio que permitía hablar del dolor, del hermano muerto. Yo no llegaba ni siquiera a acercarme a aquella gran burbuja de dolor, porque no tenía capacidad para comprender, pero si comprendía que mi presencia le ayudaba, y que a ella le distraía con mis dudas. La física no fue nunca mi fuerte, y así entre la aceleración y la energía cinética, Martínez perdió a su hermano y yo me acerqué por primera vez a la muerte.
Aquella mujer seguía sollozando en mi hombro. Lola, la adolescente perfecta, preparada para una vida perfecta, vertía lagrimas de dolor por el hijo enfermo, por el adolescente imperfecto.
Oí mi nombre pronunciado por mi marido, me despedí de Lola con la mirada, a ella también la llamaban y mientras me reunía con mi familia y atravesaba aquella mole de acero y cemento en un ascensor, pensaba en Lola. Tan preocupada por la perfección de lo cotidiano que nunca tuvo grandes metas como ganar las partidas de cromos. Quizá su hijo no encontró pequeños trucos ni pequeñas metas para escapar de la perfecta cotidianidad.
Aquella tarde de junio sentí un gran alivio al salir del hospital, encendí un cigarrillo y el olor de la nicotina unido al de los dinosaurios muertos, que salía de los tubos de escape de los coches, me tranquilizó. No hay nada como una buena bocanada de aire empapado de gasolina quemada, en una tarde pegajosa de junio, para saber quién eres.

lunes, 4 de julio de 2016

De salsas y otros aromas.




 
 Ayer por la noche estuve en el tanatorio, acompañando a la familia de una amiga. Su hija, de cuarenta y cinco años, fallecía de cáncer tras una agonía de dos años. Antes de llegar al tanatorio, se veía un luminoso con letras rojas anunciando el teléfono y que estaba abierto durante veinticuatro horas, pensé que era chocante que este negocio se anunciase con luces de neón, pero, llegando a la puerta del tanatorio, me di cuenta de que el letrero pertenecía a una compañía de seguros, y que el tanatorio tenia una puerta muy discreta.
Nada mas entrar, el olor del ambientador me hizo pensar que me había equivocado de sitio, en realidad parecía un hotel de la costa cuando vas a principio de temporada. La realidad real es que el número de estrellas de los hoteles está en relación directa al ambientador que usan. Alguien pensará que también se distinguen por el mármol de la entrada y por los canales de películas para adultos que ofrecen en la habitación, pero esos detalles son engañosos, más canales de porno no quiere decir que la distribuidora de la industria cinematográfica esté proporcionando a los dueños del hotel, y por ende a los clientes, las películas de más calidad, por lo tanto es una señal engañosa, igual que las apariencias del mármol y las flores de la entrada. En resumen, lo que realmente distingue a un hotel de una cadena cara, de un hotel de una cadena barata, es el ambientador que usan.
Cuando estaba pensando en el olor de ambientador, sin haber cerrado la puerta del tanatorio todavía, me di cuenta de que, a la derecha del hall, había una máquina expendedora de refrescos, zumos, aguas minerales y barritas de chocolate, no había cerveza, en un tanatorio no se bebe alcohol. Me tranquilizó lo de la cerveza, porque si hubiese alcohol podría pensar que estoy en un prostíbulo, con luces de neón, ambientador barato y recepcionistas solícitos, pero no encontrar botes de cerveza me hizo ubicarme adecuadamente.
Mientras andaba por el pasillo, hasta llegar a la sala de la familia a la que iba a visitar, me di cuenta de que la muerte, antes, en otro tiempo, olía de otra manera. Había alcohol en los velatorios y rosquillos dulces con unas copitas de anís para las señoras, y de coñac para los caballeros, pero en los tanatorios de ahora hay zumos embotellados y barritas energéticas de chocolate. En los velatorios de antes, la calidad de los dulces y los licores te ubicaban en la clase social de la familia de la persona fallecida. Y el olor de la agonía se envolvía con esencias de lavanda y romero.
Mientras besaba a la madre recordé que los locales de comidas, librerías y restaurantes, (todo en el mismo espacio), también huelen a ambientador barato, y también tienen máquinas expendedoras de refrescos.
La madre me abrazaba y me decía: “Ea, ha sido lo que Dios quiere”, y yo pensaba en ese afán de banalizarlo todo que tenemos ahora. Hemos conseguido que los locales de los muertos, los del sexo pagado y los de comida y ocio huelan igual. La otra hija me besaba también, y yo me daba cuenta de que antes de globalizar hay que estandarizar, y nada mejor que banalizarlo todo, envolviendo la intimidad con olores similares, acompañados de refrescos, zumos y barritas de chocolate.
Me senté y me contaban los detalles de la muerte, y yo me imaginaba como los ambientadores baratos han conseguido poner en una sola salsa la muerte, el sexo, la comida y el ocio.
Entró en coma el lunes y date cuenta”. La miraba prestando atención, mientras imaginaba mi propia muerte. Tengo claro cómo me quiero morir.
Me quiero morir de un infarto de miocardio, en un bar popular de Madrid, comiéndome una ración de albóndigas de la casa, mientras una prostituta, repartiendo feromonas de humedad, se trajina a un cliente, con feromonas de dinero y algún fluido, en la barra; y desde la cocina saliendo el olor a frituras de pescado. Así me quiero morir, con todos los olores de la vida mezclados en un solo local, y no con el mismo olor repartido por locales estancos. La vida, la muerte, el sexo y el ocio quiero que mezclen sus olores y no los enmascaren para banalizar lo mas íntimo.
Sí, Rosario, ha sido muy duro, ahora está tranquila”, le decía a la madre mientras mi cabeza pensaba:
Camarero, por favor, ración doble de albóndigas pero sin salsa”.

lunes, 13 de junio de 2016

Ausencias



 "Si nos rindiéramos a la inteligencia de la tierra, emergeríamos enraizados, como árboles." Rilke 


Es necesario destacar que teníamos grandes carencias, o ausencias, o no sé. Por no tener no teníamos ni cementerio. Nuestros muertos se enterraban en el pueblo de al lado, pueblo de agricultores y fuerzas vivas. Si querías ir a llorar a un muerto tuyo, lo tenías complicado con las líneas públicas de transporte y, además, debía ser en domingo, porque entre semana uno de los padres trabajaba.
Mi primer entierro fue así, en el pueblo de al lado. Mi primer muerto fue en la casa de al lado, pero no fui al entierro, por lo que retomo, y afirmo, que mi primer entierro fue en el pueblo de al lado, y ese día todo comenzó mal desde las primeras horas de la mañana.
Mi madre se empeñaba en que mi hermano y yo fuéramos muy limpios a la misa de la tarde, aunque no debíamos llegar al final, al entierro. Mi hermano no sé qué hizo, de hecho no me acuerdo de él en todo el día, la verdad es que no me acuerdo de él en muchos días de aquellos días.
La misa comenzaba a las cinco de la tarde, un poco retrasada, pero el cura venía de fuera, del pueblo de agricultores. Yo decidí, que aquel día, antes de ir a misa, tendría que visitar mi nevero secreto. Aquel año había nevado mucho en navidad, y cerca de la semana santa o sea, de marzo, aun quedaban algunos neveros intactos, porque siempre estaban en sombra. Pensé que era un buen momento para visitarlo y deslizarme por él, ya que el resto de niños y niñas estarían en casa, bien para pasar toda la tarde, bien para ir a la misa. Así pues, me escapé y me fui al nevero aquella tarde de marzo en que enterraban a  Anita. Tuve que irme por una camino distinto, ya que si hubiera ido por el camino que cruzaba las casas, alguien me hubiese reprendido, así que tuve que atravesar más monte del que me hubiese gustado, aunque una vez arropada por los pinos, me di cuenta de que era mejor, llegaría al nevero con una buena dosis de soledad de monte: la mejor de las soledades para enfermedades del alma. Es cierto que yo entonces no padecía ninguna enfermedad del alma, y el oxigeno que llegaba al cerebro, unido al silencio, al ejercicio físico y a la soledad, te llevaban casi a un estado de éxtasis, o trance, o no sé, pero juro, ante el Gran Espíritu, que aquel día del entierro de Anita yo me deslicé y patiné por el nevero, acompañada, acurrucada y completamente arropada por las conversaciones de los árboles que decidieron cantar su canción secreta para mí aquel día. A partir de entonces, cada vez que pasaba por aquella explanada, testigo último del nevero de marzo, los árboles me reconocían y me saludaban. Mi alma se ensanchaba, yo danzaba como una posesa y mis amigas decían que era rara, es verdad, lo decían y tenían razón, siempre he sido rara.
Perdí la noción del tiempo y cuando me quise dar cuenta me fui para mi casa, sin pensar que ya no había nadie, y que tenía que presentarme en la iglesia sin lavar ni arreglar, y con el pelo despeinado. La mirada de mi madre es imposible de olvidar y de explicar. Me quedé quieta en el banco de la iglesia,  junto a mi madre, mi padre y mi hermano, y allí vi como el cura del pueblo de al lado lanzaba agua con un hisopo sobre el féretro. Yo la bendije con cánticos de la naturaleza, porque de eso sabía, pero de hisopos no.
El viaje hasta el pueblo de al lado lo recuerdo solemne. Se habían alquilado coches, furgonetas, en fin, cualquier medio de transporte que pudiera transportar a los que querían dar su último adiós a Anita.
Al llegar al cementerio me llamó la atención las paredes tan blancas. Era la primera vez que yo veía un cementerio de verdad.  Entraron las personas que llevarían el féretro hasta el lugar de descanso eterno, y yo me fui tras ellos. Mi madre descubrió que había llegado hasta allí, me volvió a mirar de una manera inolvidable, pero yo sabía que no se atrevería a reprenderme en público en un momento así y seguí el féretro, los familiares y los amigos.
El ataúd descendió bajo tierra, y en ese momento, comprendí que yo también, algún día, dejaría de respirar. Comenzaron a echar puñados de tierra con las manos sobre la madera y el crucifijo de la tapa. Yo me di cuenta de que un día ya no tendría memoria ni sueños. Lloraban los hijos, lloraba el marido, lloraban los familiares. Yo, perpleja, sabía que mis danzas acabarían, a pesar de que en algunos momentos parecían rozar la plenitud y la eternidad. Retiraron a los hijos, al marido, a los familiares, y con palas comenzaron a echar tierra. A la quinta paletada ya apenas se veía la caja. Yo supe que me iría igual y no volvería a ver la nieve, ni la recién caída ni la conservada en neveros durante tres meses.


Siguieron con las paletadas de tierra, y a la media hora había un montículo de tierra, que tapaba un agujero del suelo en el que estaba el ataúd de Anita con su cuerpo muerto. En el montículo pusieron una cruz baja de madera con una placa y un nombre. Hablaron de dejar pasar tiempo, para que la tierra se asentase, y se pudiera poner la lápida. Supe que un día ya no vería el cielo azul y que no bebería agua, porque ya no tendría sed.
El camino de vuelta no lo recuerdo, y la bronca de mi madre en casa, casi que tampoco. Sí recuerdo que tuve que bañarme, porque no podía meterme en la cama con los restos de mi excursión por el monte, y de mi viaje al cementerio del pueblo de agricultores.
Por la noche, me costó dormirme, y me puse a escribir una lista de todas las cosas que un día ya no haría. El sueño me venció y no acabé la lista.
Al día siguiente, me desperté con ansias renovadas de volver al monte, y pase el día de clase aburrida, por la tarde me escabullí de casa, al salir de la escuela, y me fui al nevero, que si bien ya estaba concurrido con más niños, no me impidió compartir mi nueva canción con los árboles. Mi canción hablaba de todo lo que un día ya no existiría para mí, y los árboles me dijeron que nada es lo que parece, y que lo que en apariencia no existe, vuelve en forma de canción lejana y antigua, y si la reconoces, puedes volver a bailar todas las danzas olvidadas, incluso puedes volver a beber agua, porque el baile produce sed.
                                                                    






Tampoco teníamos cura, por lo que no existía la casa del cura, ni tampoco existía el ama, la mujer que cuidaba del cura, por lo que tampoco teníamos sobrina. Esta información es importante, porque no había novenas, ni misa diaria, ni misas ofrecidas a los difuntos a los veintiún  días, al mes, a los tres meses. No existía ninguna cofradía del perdón o del auxilio, nuestro único contacto con la religión era la misa de los domingos, en la que procurábamos formar parte del coro para aburrirnos menos. Allí, en el coro, mientras el señor Cipriano movía el teclado del armonio, nosotros entonábamos los cánticos de ese día, después comulgábamos y, al acabar la misa, nos íbamos a pasear. Así pues, es cierto que nuestra educación religiosa y católica no era muy excesiva, por lo que nunca tuvimos procesiones de semana santa y así nos evitamos pasear pequeñas figuras de escayola pintada, con pelucas hechas por taxistas (esto de la peluca lo cuento otro día), y con sus faroles de plástico y bombillas que van con pilas, paseando entre los cubos de basura y escuchando los cánticos de los más devotos. 
Es posible que hubiese mucha gente devota, pero nunca tuvieron oportunidad de demostrarlo, por lo que nos fuimos de allí sin saber si la madre de tu mejor amiga era una devota clandestina o, por el contrario, era agnóstica sin saberlo. En realidad nos fuimos de allí sin saber casi nada de las madres de nuestras amigas. Eran mujeres silenciosas, trabajadoras y que sabían soportar el aislamiento con agujas de hacer punto, los novelones de la radio, los  consejos de Elena Francis, y los pantalones rotos de los hijos, que se rompían a base de deslizarse por barandillas convertidas en toboganes, porque otra ausencia importante era la de los toboganes.

Sin cura, paseo de vírgenes de semana santa y sin toboganes, algunos pueden pensar que nuestra infancia fue un poquito anárquica, pero es así, estas ausencias las suplimos con complicidades especiales, porque éramos gente de paso, nómadas sin apenas familia en aquellas casas. No éramos como los pobladores del pueblo de agricultores de al lado, nosotros no, como buenos nómadas y gente de paso, aprendimos pronto que nuestro mejor amigo es el que está a tu lado para ser tu cómplice en el entierro de tu madre, en el diseño de la última tabla deslizante de la nieve dura del nevero, o el que se sienta a tu lado sin decir nada, y pasa muchas horas así, de esa manera, por el puro deleite de estar juntos sin hablar. 
Sí, gente de paso, sin curas y sin toboganes, pero con unos lazos creados en los silencios de las escaleras de cada grupo de viviendas, que todavía nos une tras cincuenta años. Nómadas de los sentimientos, pero reconocemos el primer campamento como el mejor, como el que tenía los frutos más dulces y el agua más clara y, porque no decirlo, el cielo más azul. Azul infancia, y no tengo ganas de explicar la composición química de ese pigmento, pero que hablen con algún pintor de infancia nómada, él les dará los componentes.
 


Estas fotografías son del album de Carlos Platero, y las comparto con su autorización.

domingo, 5 de junio de 2016

Caliza azul






Las montañas azules, que forman una  concha cóncava para abrazar el río, están formadas por hileras de piedras que salen de la montaña como cuchillos, de hecho, así fueron llamados durante mucho tiempo. Luego tuvieron otro nombre, y luego otro. 

 Hay un  camino blanco, cóncavo, que deja el río al lado izquierdo, y a la derecha la concha de la montaña: es el que más nos hizo soñar con las aventuras de Salgari y recogernos sobre nosotros mismos. Ese camino blanco nos decía, cada vez que lo recorríamos, lo jodidamente iguales que éramos a todo lo que nos rodeaba, y siendo tan iguales al rio, a la montaña, a los pinos y a los insectos, aquel silencio, roto por el murmullo del río, también nos contaba que éramos especiales de una manera soberbia, majestuosa, milagrosa, y casi sentíamos todos los recuerdos, escondidos en aquellos laberintos de piedra, al mecernos en la memoria de los otros que pasaron antes por allí. Los pinos siempre guardaban entre sus ramas viejas historias para nosotros, recuerdos que, gracias a nuestros paseos, no fueron olvidados, trazos  de sueños que nosotros recogíamos con nuestras sonrisas cómplices, porque si algo era fijo en aquellos paseos interminables, eran nuestras sonrisas y nuestro silencio. Tienes  que ser niño para comprender el privilegio que supone ser testigo del gran misterio, por eso, los que paseábamos por aquel lugar, al encontrarnos pasados cincuenta años, nos reconocemos en la complicidad de los recuerdos y las memorias de otros, que compartimos gracias a la naturaleza. Por eso, ahora cuando nos volvemos a ver,  se nos instala en la cara una sonrisa perenne y el alma se nos ensancha, y, así, podemos mecernos en la paz  de los encuentros junto al pino  grande que cuidaba nuestra infancia.

Una falta de delicadeza, por parte de las escasas autoridades de aquella zona, es la ausencia de jacarandas. Un error que, pasados los años, alcanza mayor gravedad, porque tengo que recordar aquellas primaveras sin todo el esplendor del color malva al atardecer. Supongo que ahora, cuando alguien pasee por los mismos pasos míos, notará la ausencia de jacarandas, preguntará por ellas sin saber porqué viene a su mente el recuerdo de esos árboles, y no sé si habrá algún espíritu sabio a su lado que se lo pueda explicar. Un fallo, sí, un error las primaveras sin jacaranda. 



La primera fotografía la hice ayer por la mañana, y la verdad es que me hace ilusión poner alguna fotografía mía.
La segunda es de Carlos platero.

domingo, 22 de mayo de 2016

De ríos y ballenas.



Hasta luego, le dijo el río a la montaña, mientras seguía su camino hacia el mar.
¿Cuando volverá?
El río contestó con su murmullo de agua.
Cuando llegó la siguiente primavera, y el deshielo formó nuevos torrentes, la montaña preguntó por una gota de agua, y el cauce le contestó, "se ha ido por el mar tras una ballena azul, le advertimos de los peligros, podía convertirse en hielo y quedarse atrapada en el centro de la Antártida, pero ella se dejó arrastrar por el canto de las ballenas".
Hasta luego, dijo la ballena azul a sus compañeras, me voy a explorar nuevos mares con una gota de agua viajera.

miércoles, 20 de abril de 2016

Bésame en el río de mi infancia






Bésame en el río de mi infancia. Un río que en su cauce alto bañaba mis noches de juventud.
Este río tiene un lugar mágico, un lugar en el que el agua horada una piedra. Unos enebros y unos pinos vuelven el agua de color verde oscuro con su sombra. Al otro lado de la cueva formada por las  caricias de miles de años de erosión, hay dos chopos que en primavera se abrazan con sus ramas. Junto a los dos chopos hay una piedra que asoma su cumbre sobre el río, y sus raíces de piedra antigua la sumergen en la corriente.
Yo me siento en ese hueco, y  me dejo acompañar por el silencio, me dejo abrazar por los árboles, me dejo acariciar por la sombra del vuelo del halcón, me dejo envolver y me pliego sobre mí.
Besa el agua del río, y que su corriente traiga el recuerdo de tu beso, y siga su camino hasta el mar.
En el mar viven todos los besos de agua.


La fotografía la he tomado del página de Carlos Platero 

 Este texto tiene unos once años, y lo escribí en un foro en el que también escribía Manuel Hualde. 
Él es responsable de este y otros textos, porque era el que inspiraba al resto con sus poemas, y muchos en el foro nos dejábamos arrastar y bueno, creo que se lograron textos muy hermosos.