lunes, 28 de marzo de 2016

Carmen







Carmen llevaba diez días sin pisar la calle, el tropiezo en la escalera de entrada a su portal le había producido un corte en la uña del pie izquierdo, y tras el susto, la visita a urgencias, la cura, los antibióticos y todo lo demás, se fue a su casa para estar en reposo unos días.
La primera noche buscaba los brazos de Carlos como una niña pequeña busca el abrazo del padre consolador, no paraba de gimotear por el dolor, por pensar que se volvería loca encerrada en casa tantos días, por la herida del pie, por no saber si se iba a curar bien, por todo... buscaba el cuerpo de Carlos como un cachorro el de su madre.
Los primeros días estaba nerviosa y alterada y no dejaba de hurgar y toquetear la herida, observaba si supuraba más o menos que hace un rato, levantaba la gasa y comprobaba la extensión de la mancha de pus, ¿más grande? ¿más pequeña?
Entre hurgar y medir la extensión de la mancha de pus en la gasa se entretenía con la tele y algún libro, aunque los antibióticos la dejaban sin fuerza, y más que ver la tele dormitaba junto a ella, y más que leer se dejaba llevar por ensoñaciones de la lectura.
Carlos todas las tardes al llegar del trabajo la colmaba de atenciones y mimos, y Carmen no dejaba de pensar lo afortunada que era.
El cuarto día ya se movía algo por la casa y decidió que Carlos le trasladase el sofá a la zona del tragaluz, que unía el comedor y la terraza. Aquella era la zona preferida de la casa para Carmen y Carlos, en verano se abrían las puertas correderas de cristal y entraba un aire fresquito, y en invierno el sol de la mañana y de media tarde convertía esa zona en un lugar cálido, tan cálido que Carmen y Carlos lo utilizaban para casi todo, leer, abrazarse, merendar...
El quinto día de reposo Carmen se dedicó a andar con lentitud por todas las habitaciones de la casa y descubrió que le gustaba esa sensación de libertad al estar en un territorio que no tenía que compartir con nadie; es más, ese tiempo dilatado de lectura, ensoñaciones y adormilarse con la tele comenzaba a gustarle, se había acostumbrado a ese tiempo blando sin interrupciones. La única interrupción era la llegada de Carlos por la tarde.
El sexto día Carmen había elegido como lectura de sobremesa a Justine, el primer libro de la tetralogía de Alejandría, y allí en el sofá, medio adormilada por el calorcito de la luz otoñal que entraba por el tragaluz, se quedó en duerme vela mientras pensaba en olores de especias, ajetreo de mercados, barcos con velas blancas en mares azules y de pronto...zas, un picor fuerte en el pie la despertó. El sol se concentraba como un haz de luz a través de una lupa y parecía que un rayo de calor había elegido su pie enfermo para que dejase de dormitar. Se despertó molesta y se puso de mala leche, ¡maldito tragaluz!, ¿a quién se le ocurre filtrar la luz del Mediterráneo con cristales? Tardó un rato en darse cuenta de que recibía la luz de la meseta y de que su pie picaba mucho, mejor cambiarse de gasa y de sofá.
El séptimo día Carmen ya no quería ponerse en la zona del tragaluz, además recordaba que la idea fue de Carlos, y Carlos empezaba a molestarla con su presencia a media tarde, ella se había acostumbrado a mirarse la herida como cuando era pequeña y se caía de la bici; a dejarse llevar por los olores de Alejandría; al tiempo blando de la soledad tibia de otoño, bueno, tibia no, gracias al maldito tragaluz la soledad era picajosa y su herida no mejoraba. Pensó que después de la convalecencia lo primero que haría sería reformar la terraza y tirar el tragaluz.
Aquella tarde del séptimo día, cuando Carlos llegó a casa y la besó en la mejilla, Carmen se dio cuenta de que sus besos raspaban, de que era igual de molesto que la luz intensa de la terraza.
El octavo día Carmen había dejado de hurgarse la herida, ya estaba casi sanada, pero notaba que le gustaba la casa para ella sola, que no quería filtros para luz y que los besos de Carlos rompían sus ensoñaciones y no olía como los hombres de sus terrazas alejandrinas.
El noveno día Carlos llegó con un ramo de rosas rojas. El ruido de las llaves en la puerta se convirtió en el detonante para que Carmen pensase que en su vida sobraban dos cosas: un elemento arquitectónico y un hombre que no olía a Mediterráneo.

Este texto tiene varios años,lo escribí en un ejercicio en el que daban tres palabras: pus, tragaluz y detonante, y con esas palabras debíamos inventar una historia que no  pasase de un folio y medio, y este es el resultado. Hoy me apetecía ponerlo. 

viernes, 11 de marzo de 2016

De blusas, vestidos y Derbis.




Tienen que pasar muchos años hasta que eres consciente de que con quince años no sabes querer. Pero para cuando eso ocurre, te has convertido en alguien maduro y adviertes que no volverán las caricias primeras que, por ser primeras, tienen un sabor que todavía te estremece si cierras los ojos. Era así y siempre será.

Por eso ella no quería vestido. Con falda y blusa era más fácil terminar la tarde sentada con todos en las escaleras de la casa rosa, y dejar que el dedo índice de la mano derecha de él rebuscase despacio por su espalda, debajo de la blusa, sin que los demás se dieran cuenta. Pero todos lo sabían y todos jugaban el juego de la mentira, porque era tan hermoso estar así, sin que pasara nada, todos al tanto de la felicidad secreta de ellos dos.

Luego, cuando pasó el tiempo, cuarenta años para ser exactos, ella hacía chistes sobre los orgasmos obtenidos en la madurez. 

Nada se puede comparar con aquellas largas tardes de verano cuando, tras el paseo en bici, nos sentábamos en aquellas escaleras y él deslizaba las yemas de los dedos índice y corazón por la base de su cuello y le decía: Para ya, y él respondía: No puedo.

Y cuando todos nos reíamos y nos separábamos en estampida, las caricias sin terminar volaban por el aire, y terminaban en el casco de un motorista que viajaba en su Derbi por aquellas carreteras hacia Madrid, quizás en busca de una chica que también esperaba manos jóvenes. 

Así era como las caricias que nadie había hecho flotaban por el aire, volaban, rebotaban en los pinos, subían como volutas de humo hasta alguna nube y caían en forma de lluvia en algún lugar de la meseta o de la mar océana. Por eso, a veces, la lluvia nos moja de diferente manera, porque cada gota tiene su historia y hay nubes que traen recovecos de regazos adolescentes sin besar, y eso, amigo, es un don que te da el universo para ti, porque has decidido mojarte y no quedarte en casa. Un premio para los amantes de las gotas de lluvia. 

Motos que corren tras promesas de primera juventud, y manillares que recogen chasquidos de labios que no saben besar. Así es la vida. Por eso, en según qué sitios, hay que pasear despacio por si te encuentras un beso que nadie recibió.

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Antonio terminó sus días en una residencia lejos de su familia, pero cuando yo le conocí estaba en una habitación cercana a la de mi madre. Mientras ella moría, él salía a pasear por el corredor, y terminaba en un banco en el rellano que se formaba entre los dos pasillos centrales. Allí se juntaban algunos enfermos crónicos y jugaban al dominó o a otros juegos de mesa. Pero los había como Antonio, que no controlaban las manos y no veían bien, por lo que no jugaban y su única distracción era estar sentados y que alguien les diera conversación.

Él también paseaba con el tacatá; el médico le explicaba que iba mejor, los auxiliares también, y su sobrina venía a verlo cuando podía. A mí me apretaba la mano y me preguntaba por mi madre, yo le contestaba que no estaba bien y al interesarme por su salud, me respondía: Aquí estoy, a aguantar lo que venga. Al hablar de su juventud me contó que recorrió  aquellas carreteras con su Derbi cuando yo tenía trece años
Quizá yo era feliz con la bicicleta porque recogía las ilusiones de Antonio para devolvérselas cuarenta años después, mientras mi madre se moría y yo fumaba, ansiosa, tras los árboles del otro pabellón. Yo daba gracias a todos los dioses por estar  bajo la sombra de aquellos pinos.

Entré en el cuarto de mi madre. Supe que ya llegaba el final y me quedé allí. Como si de una nube pequeña se tratara, contemplé el alma de mi madre que salió por la ventana. Llamé a la enfermera.

De regreso a la habitación estreché la mano de Antonio y él lo supo. Le di un beso en la frente y, antes de darme cuenta de lo que pasaba, un señor con corbata y traje se puso a hablar conmigo. El resto ya lo conoce todo el mundo. Un trabajo como otro cualquiera.

Yo sigo sin colocar cada recuerdo en su sitio, porque me parece que todo se mezcla: lo de ahora y lo de antes, lo que está en mi memoria y lo que de verdad pasó; lo que yo recreo, lo que invento, lo que leo y lo que escribo. No distingo,  porque ahora todo está bien.

Es como mecerse en una hamaca una tarde cualquiera de primavera. Así, medio soñolienta, mientras mi madre se muere en junio, la Derbi atraviesa montes y los besos vuelan desde el pasado.

Una dulce ensoñación de recuerdos entremezclados.



Este escrito es posible gracias a la ayuda de Jesús Alfredo Díaz García. Ha tenido la amabilidad y la paciencia de corregir casi por completo este texto. 

También quiero dar las gracias a Isabel Rescalvo por cederme la fotografía.

También este escrito forma parte de los 52 retos que ha propuesto la página el blog el escritor, y cada semana proponen un tema, esta semana se tenía que escribir sobre la infancia. Mi escrito no es de la niñez, pero creo que puede servir para el próposito del reto.


Y para acabar tengo que poner la música que me acompañaba en aquellos días. Creo que el texto se lee mejor con esta música de fondo.