lunes, 13 de junio de 2016

Ausencias



 "Si nos rindiéramos a la inteligencia de la tierra, emergeríamos enraizados, como árboles." Rilke 


Es necesario destacar que teníamos grandes carencias, o ausencias, o no sé. Por no tener no teníamos ni cementerio. Nuestros muertos se enterraban en el pueblo de al lado, pueblo de agricultores y fuerzas vivas. Si querías ir a llorar a un muerto tuyo, lo tenías complicado con las líneas públicas de transporte y, además, debía ser en domingo, porque entre semana uno de los padres trabajaba.
Mi primer entierro fue así, en el pueblo de al lado. Mi primer muerto fue en la casa de al lado, pero no fui al entierro, por lo que retomo, y afirmo, que mi primer entierro fue en el pueblo de al lado, y ese día todo comenzó mal desde las primeras horas de la mañana.
Mi madre se empeñaba en que mi hermano y yo fuéramos muy limpios a la misa de la tarde, aunque no debíamos llegar al final, al entierro. Mi hermano no sé qué hizo, de hecho no me acuerdo de él en todo el día, la verdad es que no me acuerdo de él en muchos días de aquellos días.
La misa comenzaba a las cinco de la tarde, un poco retrasada, pero el cura venía de fuera, del pueblo de agricultores. Yo decidí, que aquel día, antes de ir a misa, tendría que visitar mi nevero secreto. Aquel año había nevado mucho en navidad, y cerca de la semana santa o sea, de marzo, aun quedaban algunos neveros intactos, porque siempre estaban en sombra. Pensé que era un buen momento para visitarlo y deslizarme por él, ya que el resto de niños y niñas estarían en casa, bien para pasar toda la tarde, bien para ir a la misa. Así pues, me escapé y me fui al nevero aquella tarde de marzo en que enterraban a  Anita. Tuve que irme por una camino distinto, ya que si hubiera ido por el camino que cruzaba las casas, alguien me hubiese reprendido, así que tuve que atravesar más monte del que me hubiese gustado, aunque una vez arropada por los pinos, me di cuenta de que era mejor, llegaría al nevero con una buena dosis de soledad de monte: la mejor de las soledades para enfermedades del alma. Es cierto que yo entonces no padecía ninguna enfermedad del alma, y el oxigeno que llegaba al cerebro, unido al silencio, al ejercicio físico y a la soledad, te llevaban casi a un estado de éxtasis, o trance, o no sé, pero juro, ante el Gran Espíritu, que aquel día del entierro de Anita yo me deslicé y patiné por el nevero, acompañada, acurrucada y completamente arropada por las conversaciones de los árboles que decidieron cantar su canción secreta para mí aquel día. A partir de entonces, cada vez que pasaba por aquella explanada, testigo último del nevero de marzo, los árboles me reconocían y me saludaban. Mi alma se ensanchaba, yo danzaba como una posesa y mis amigas decían que era rara, es verdad, lo decían y tenían razón, siempre he sido rara.
Perdí la noción del tiempo y cuando me quise dar cuenta me fui para mi casa, sin pensar que ya no había nadie, y que tenía que presentarme en la iglesia sin lavar ni arreglar, y con el pelo despeinado. La mirada de mi madre es imposible de olvidar y de explicar. Me quedé quieta en el banco de la iglesia,  junto a mi madre, mi padre y mi hermano, y allí vi como el cura del pueblo de al lado lanzaba agua con un hisopo sobre el féretro. Yo la bendije con cánticos de la naturaleza, porque de eso sabía, pero de hisopos no.
El viaje hasta el pueblo de al lado lo recuerdo solemne. Se habían alquilado coches, furgonetas, en fin, cualquier medio de transporte que pudiera transportar a los que querían dar su último adiós a Anita.
Al llegar al cementerio me llamó la atención las paredes tan blancas. Era la primera vez que yo veía un cementerio de verdad.  Entraron las personas que llevarían el féretro hasta el lugar de descanso eterno, y yo me fui tras ellos. Mi madre descubrió que había llegado hasta allí, me volvió a mirar de una manera inolvidable, pero yo sabía que no se atrevería a reprenderme en público en un momento así y seguí el féretro, los familiares y los amigos.
El ataúd descendió bajo tierra, y en ese momento, comprendí que yo también, algún día, dejaría de respirar. Comenzaron a echar puñados de tierra con las manos sobre la madera y el crucifijo de la tapa. Yo me di cuenta de que un día ya no tendría memoria ni sueños. Lloraban los hijos, lloraba el marido, lloraban los familiares. Yo, perpleja, sabía que mis danzas acabarían, a pesar de que en algunos momentos parecían rozar la plenitud y la eternidad. Retiraron a los hijos, al marido, a los familiares, y con palas comenzaron a echar tierra. A la quinta paletada ya apenas se veía la caja. Yo supe que me iría igual y no volvería a ver la nieve, ni la recién caída ni la conservada en neveros durante tres meses.


Siguieron con las paletadas de tierra, y a la media hora había un montículo de tierra, que tapaba un agujero del suelo en el que estaba el ataúd de Anita con su cuerpo muerto. En el montículo pusieron una cruz baja de madera con una placa y un nombre. Hablaron de dejar pasar tiempo, para que la tierra se asentase, y se pudiera poner la lápida. Supe que un día ya no vería el cielo azul y que no bebería agua, porque ya no tendría sed.
El camino de vuelta no lo recuerdo, y la bronca de mi madre en casa, casi que tampoco. Sí recuerdo que tuve que bañarme, porque no podía meterme en la cama con los restos de mi excursión por el monte, y de mi viaje al cementerio del pueblo de agricultores.
Por la noche, me costó dormirme, y me puse a escribir una lista de todas las cosas que un día ya no haría. El sueño me venció y no acabé la lista.
Al día siguiente, me desperté con ansias renovadas de volver al monte, y pase el día de clase aburrida, por la tarde me escabullí de casa, al salir de la escuela, y me fui al nevero, que si bien ya estaba concurrido con más niños, no me impidió compartir mi nueva canción con los árboles. Mi canción hablaba de todo lo que un día ya no existiría para mí, y los árboles me dijeron que nada es lo que parece, y que lo que en apariencia no existe, vuelve en forma de canción lejana y antigua, y si la reconoces, puedes volver a bailar todas las danzas olvidadas, incluso puedes volver a beber agua, porque el baile produce sed.
                                                                    






Tampoco teníamos cura, por lo que no existía la casa del cura, ni tampoco existía el ama, la mujer que cuidaba del cura, por lo que tampoco teníamos sobrina. Esta información es importante, porque no había novenas, ni misa diaria, ni misas ofrecidas a los difuntos a los veintiún  días, al mes, a los tres meses. No existía ninguna cofradía del perdón o del auxilio, nuestro único contacto con la religión era la misa de los domingos, en la que procurábamos formar parte del coro para aburrirnos menos. Allí, en el coro, mientras el señor Cipriano movía el teclado del armonio, nosotros entonábamos los cánticos de ese día, después comulgábamos y, al acabar la misa, nos íbamos a pasear. Así pues, es cierto que nuestra educación religiosa y católica no era muy excesiva, por lo que nunca tuvimos procesiones de semana santa y así nos evitamos pasear pequeñas figuras de escayola pintada, con pelucas hechas por taxistas (esto de la peluca lo cuento otro día), y con sus faroles de plástico y bombillas que van con pilas, paseando entre los cubos de basura y escuchando los cánticos de los más devotos. 
Es posible que hubiese mucha gente devota, pero nunca tuvieron oportunidad de demostrarlo, por lo que nos fuimos de allí sin saber si la madre de tu mejor amiga era una devota clandestina o, por el contrario, era agnóstica sin saberlo. En realidad nos fuimos de allí sin saber casi nada de las madres de nuestras amigas. Eran mujeres silenciosas, trabajadoras y que sabían soportar el aislamiento con agujas de hacer punto, los novelones de la radio, los  consejos de Elena Francis, y los pantalones rotos de los hijos, que se rompían a base de deslizarse por barandillas convertidas en toboganes, porque otra ausencia importante era la de los toboganes.

Sin cura, paseo de vírgenes de semana santa y sin toboganes, algunos pueden pensar que nuestra infancia fue un poquito anárquica, pero es así, estas ausencias las suplimos con complicidades especiales, porque éramos gente de paso, nómadas sin apenas familia en aquellas casas. No éramos como los pobladores del pueblo de agricultores de al lado, nosotros no, como buenos nómadas y gente de paso, aprendimos pronto que nuestro mejor amigo es el que está a tu lado para ser tu cómplice en el entierro de tu madre, en el diseño de la última tabla deslizante de la nieve dura del nevero, o el que se sienta a tu lado sin decir nada, y pasa muchas horas así, de esa manera, por el puro deleite de estar juntos sin hablar. 
Sí, gente de paso, sin curas y sin toboganes, pero con unos lazos creados en los silencios de las escaleras de cada grupo de viviendas, que todavía nos une tras cincuenta años. Nómadas de los sentimientos, pero reconocemos el primer campamento como el mejor, como el que tenía los frutos más dulces y el agua más clara y, porque no decirlo, el cielo más azul. Azul infancia, y no tengo ganas de explicar la composición química de ese pigmento, pero que hablen con algún pintor de infancia nómada, él les dará los componentes.
 


Estas fotografías son del album de Carlos Platero, y las comparto con su autorización.

domingo, 5 de junio de 2016

Caliza azul






Las montañas azules, que forman una  concha cóncava para abrazar el río, están formadas por hileras de piedras que salen de la montaña como cuchillos, de hecho, así fueron llamados durante mucho tiempo. Luego tuvieron otro nombre, y luego otro. 

 Hay un  camino blanco, cóncavo, que deja el río al lado izquierdo, y a la derecha la concha de la montaña: es el que más nos hizo soñar con las aventuras de Salgari y recogernos sobre nosotros mismos. Ese camino blanco nos decía, cada vez que lo recorríamos, lo jodidamente iguales que éramos a todo lo que nos rodeaba, y siendo tan iguales al rio, a la montaña, a los pinos y a los insectos, aquel silencio, roto por el murmullo del río, también nos contaba que éramos especiales de una manera soberbia, majestuosa, milagrosa, y casi sentíamos todos los recuerdos, escondidos en aquellos laberintos de piedra, al mecernos en la memoria de los otros que pasaron antes por allí. Los pinos siempre guardaban entre sus ramas viejas historias para nosotros, recuerdos que, gracias a nuestros paseos, no fueron olvidados, trazos  de sueños que nosotros recogíamos con nuestras sonrisas cómplices, porque si algo era fijo en aquellos paseos interminables, eran nuestras sonrisas y nuestro silencio. Tienes  que ser niño para comprender el privilegio que supone ser testigo del gran misterio, por eso, los que paseábamos por aquel lugar, al encontrarnos pasados cincuenta años, nos reconocemos en la complicidad de los recuerdos y las memorias de otros, que compartimos gracias a la naturaleza. Por eso, ahora cuando nos volvemos a ver,  se nos instala en la cara una sonrisa perenne y el alma se nos ensancha, y, así, podemos mecernos en la paz  de los encuentros junto al pino  grande que cuidaba nuestra infancia.

Una falta de delicadeza, por parte de las escasas autoridades de aquella zona, es la ausencia de jacarandas. Un error que, pasados los años, alcanza mayor gravedad, porque tengo que recordar aquellas primaveras sin todo el esplendor del color malva al atardecer. Supongo que ahora, cuando alguien pasee por los mismos pasos míos, notará la ausencia de jacarandas, preguntará por ellas sin saber porqué viene a su mente el recuerdo de esos árboles, y no sé si habrá algún espíritu sabio a su lado que se lo pueda explicar. Un fallo, sí, un error las primaveras sin jacaranda. 



La primera fotografía la hice ayer por la mañana, y la verdad es que me hace ilusión poner alguna fotografía mía.
La segunda es de Carlos platero.