Esta mañana
he ido a correos para recoger un paquete de mi hermano. El calendario marca once
de abril y, curiosamente, mi tiempo interno coincide con el externo. Digo
curiosamente porque no es lo habitual en mí, pero de mis coincidencias
temporales hablaré otro día.
Esta mañana de abril, mientras paseaba por la avenida camino de la oficina de correos, me he dado cuenta de que los árboles ya tienen brotes verdes. Hay una queja generalizada: las autoridades este año no los han podado. Los árboles, ajenos a las obligaciones políticas, florecen a su ritmo. No están inscritos en el censo electoral, y como los del censo pasan de ellos, pues los árboles pasan de los políticos, y a lo suyo, a florecer en abril, que para eso es primavera.
Mis pies me han llevado de manera autónoma a la oficina de correos y así mi mente ha seguido con sus cosas: contar baldosas y observar los brotes verdes de los plátanos de sombra.
Allí, en el mostrador de la oficina estaba Carlos, para algunos, simplemente una persona dicharachera, pero para mí es algo más. Me he colocado la última en la cola de entregas y, mientras esperaba, me he fijado en las personas que estaban delante de mí: una mujer de mediana edad, acompañada por su hija. Las dos iban vestidas con la ropa humilde del mercadillo, una ropa inconfundible, que delata su estatus social y, por si la ropa llevaba a confusión, cuando Carlos les ha preguntado amablemente, qué querían, las dudas se han disipado:
Esta mañana de abril, mientras paseaba por la avenida camino de la oficina de correos, me he dado cuenta de que los árboles ya tienen brotes verdes. Hay una queja generalizada: las autoridades este año no los han podado. Los árboles, ajenos a las obligaciones políticas, florecen a su ritmo. No están inscritos en el censo electoral, y como los del censo pasan de ellos, pues los árboles pasan de los políticos, y a lo suyo, a florecer en abril, que para eso es primavera.
Mis pies me han llevado de manera autónoma a la oficina de correos y así mi mente ha seguido con sus cosas: contar baldosas y observar los brotes verdes de los plátanos de sombra.
Allí, en el mostrador de la oficina estaba Carlos, para algunos, simplemente una persona dicharachera, pero para mí es algo más. Me he colocado la última en la cola de entregas y, mientras esperaba, me he fijado en las personas que estaban delante de mí: una mujer de mediana edad, acompañada por su hija. Las dos iban vestidas con la ropa humilde del mercadillo, una ropa inconfundible, que delata su estatus social y, por si la ropa llevaba a confusión, cuando Carlos les ha preguntado amablemente, qué querían, las dudas se han disipado:
— Vengo a
mandar dinero a mi hijo, que está en esta cárcel, pero no sé escribir y a ver
si usted me ayuda.
La hija, cogida hasta ese momento con fuerza del brazo de su madre, se ha soltado, y a punto ha estado de caerse sobre sus zapatos de plataforma alta.
Carlos, con la mejor de sus sonrisas, le ha dicho:
— Muéstreme la dirección, y verá como lo arreglamos para que su hijo esté contento.
La mujer iba a contestar, cuando Carlos ya le estaba rellenando los datos y le dice:
— Seguro que lleva una foto de su hijo en la cartera, enséñemela, debe ser tan guapo como usted y su hija
La muchacha, recuperaba el color poco a poco, y la madre rebuscaba con afán en la cartera y, cuando de nuevo le iba a dar datos del hijo, Carlos le interrumpía:
— Hay unas playas preciosas en Santander, firme aquí.
Las otras personas se impacientaban, pero yo acompañaba a Carlos con una sonrisa de complicidad.
La mayoría de los presentes cree que Carlos trabaja de cartero para cotizar en la seguridad social, pero él sabe, y yo también, que trabaja como provocador de sonrisas y cotiza en el mundo de las personas solas, en el que la dulzura y la comprensión, son una buena base reguladora para tener una jubilación plena.
Carlos continuaba con el resto de clientes, y al llegar mi turno, se cambió de zona para atenderme, y sin pedirme el D.N.I, me entregó el paquete de mi hermano.
— Hace buen tiempo, me dijo.
— Sí Carlos, hoy es una buena mañana de primavera, le respondí.
Al salir, en la avenida, llegué al paso de las dos mujeres, comentaban lo ocurrido, y yo las adelanté, porque tenía que seguir con mi obligación: contar las baldosas del suelo.
Suerte y que los dioses os sean propicios
Por cierto, Carlos hablaba de las playas de Santander al pensar en la cárcel de Santoña.
La primera vez que vi la playa y la cárcel, tuve un pensamiento curioso, pensé, si algún día tienes que estar preso mejor en una celda desde la que se vea el mar. Pero, inmediatamente, pensé lo contrario: ver el mar todos los días desde una reja, debe hacerte añorar más la libertad.
Quizá en el relato anterior, cambié de provincia, y hablé de los trigales de la meseta. El problema es que los trigales de la meseta, en primavera, ondean como un mar y, aunque parezca mentira, el paisaje sobrio cala más lentamente y, cuando pasa el tiempo, la memoria, (esa amiga tan extrañamente selectiva), recuerda paisajes que en un principio nos parecieron demasiado sobrios, a aquellos que estamos acostumbrados a las montañas, los pinos y el mar.
No creí nunca que elegir una cárcel imaginaria, supusiera tanto quebradero de cabeza.
La hija, cogida hasta ese momento con fuerza del brazo de su madre, se ha soltado, y a punto ha estado de caerse sobre sus zapatos de plataforma alta.
Carlos, con la mejor de sus sonrisas, le ha dicho:
— Muéstreme la dirección, y verá como lo arreglamos para que su hijo esté contento.
La mujer iba a contestar, cuando Carlos ya le estaba rellenando los datos y le dice:
— Seguro que lleva una foto de su hijo en la cartera, enséñemela, debe ser tan guapo como usted y su hija
La muchacha, recuperaba el color poco a poco, y la madre rebuscaba con afán en la cartera y, cuando de nuevo le iba a dar datos del hijo, Carlos le interrumpía:
— Hay unas playas preciosas en Santander, firme aquí.
Las otras personas se impacientaban, pero yo acompañaba a Carlos con una sonrisa de complicidad.
La mayoría de los presentes cree que Carlos trabaja de cartero para cotizar en la seguridad social, pero él sabe, y yo también, que trabaja como provocador de sonrisas y cotiza en el mundo de las personas solas, en el que la dulzura y la comprensión, son una buena base reguladora para tener una jubilación plena.
Carlos continuaba con el resto de clientes, y al llegar mi turno, se cambió de zona para atenderme, y sin pedirme el D.N.I, me entregó el paquete de mi hermano.
— Hace buen tiempo, me dijo.
— Sí Carlos, hoy es una buena mañana de primavera, le respondí.
Al salir, en la avenida, llegué al paso de las dos mujeres, comentaban lo ocurrido, y yo las adelanté, porque tenía que seguir con mi obligación: contar las baldosas del suelo.
Suerte y que los dioses os sean propicios
Por cierto, Carlos hablaba de las playas de Santander al pensar en la cárcel de Santoña.
La primera vez que vi la playa y la cárcel, tuve un pensamiento curioso, pensé, si algún día tienes que estar preso mejor en una celda desde la que se vea el mar. Pero, inmediatamente, pensé lo contrario: ver el mar todos los días desde una reja, debe hacerte añorar más la libertad.
Quizá en el relato anterior, cambié de provincia, y hablé de los trigales de la meseta. El problema es que los trigales de la meseta, en primavera, ondean como un mar y, aunque parezca mentira, el paisaje sobrio cala más lentamente y, cuando pasa el tiempo, la memoria, (esa amiga tan extrañamente selectiva), recuerda paisajes que en un principio nos parecieron demasiado sobrios, a aquellos que estamos acostumbrados a las montañas, los pinos y el mar.
No creí nunca que elegir una cárcel imaginaria, supusiera tanto quebradero de cabeza.
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