"Si nos
rindiéramos a la inteligencia de la tierra, emergeríamos enraizados, como
árboles." Rilke
Es necesario destacar que teníamos grandes carencias, o
ausencias, o no sé. Por no tener no teníamos ni cementerio. Nuestros muertos se
enterraban en el pueblo de al lado, pueblo de agricultores y fuerzas vivas. Si querías ir a llorar a un muerto tuyo, lo tenías complicado con las líneas
públicas de transporte y, además, debía ser en domingo, porque entre semana uno
de los padres trabajaba.
Mi primer entierro fue así, en el pueblo de al lado. Mi
primer muerto fue en la casa de al lado, pero no fui al entierro, por lo que
retomo, y afirmo, que mi primer entierro fue en el pueblo de al lado, y ese día
todo comenzó mal desde las primeras horas de la mañana.
Mi madre se empeñaba en que mi hermano y yo fuéramos muy limpios a la
misa de la tarde, aunque no debíamos llegar al final, al entierro. Mi hermano
no sé qué hizo, de hecho no me acuerdo de él en todo el día, la verdad es que
no me acuerdo de él en muchos días de aquellos días.
La misa comenzaba a las cinco de la tarde, un poco
retrasada, pero el cura venía de fuera, del pueblo de agricultores. Yo decidí,
que aquel día, antes de ir a misa, tendría que visitar mi nevero secreto. Aquel
año había nevado mucho en navidad, y cerca de la semana santa o sea, de marzo,
aun quedaban algunos neveros intactos, porque siempre estaban en sombra. Pensé
que era un buen momento para visitarlo y deslizarme por él, ya que el resto de
niños y niñas estarían en casa, bien
para pasar toda la tarde, bien para ir a la misa. Así pues, me escapé y me fui
al nevero aquella tarde de marzo en que enterraban a Anita. Tuve que irme por una camino distinto,
ya que si hubiera ido por el camino que cruzaba las casas, alguien me hubiese reprendido, así que tuve
que atravesar más monte del que me hubiese gustado, aunque una vez arropada por
los pinos, me di cuenta de que era mejor, llegaría al nevero con una buena
dosis de soledad de monte: la mejor de las soledades para enfermedades del alma.
Es cierto que yo entonces no padecía ninguna enfermedad del alma, y el oxigeno
que llegaba al cerebro, unido al silencio, al ejercicio físico y a la soledad,
te llevaban casi a un estado de éxtasis, o trance, o no sé, pero juro, ante el
Gran Espíritu, que aquel día del entierro de Anita yo me deslicé y patiné por
el nevero, acompañada, acurrucada y completamente arropada por las conversaciones
de los árboles que decidieron cantar su canción secreta para mí aquel día. A partir de entonces, cada vez que
pasaba por aquella explanada, testigo último del nevero de marzo, los árboles
me reconocían y me saludaban. Mi alma se ensanchaba, yo danzaba como una posesa
y mis amigas decían que era rara, es verdad, lo decían y tenían razón, siempre
he sido rara.
Perdí la noción del tiempo y cuando me quise dar cuenta
me fui para mi casa, sin pensar que ya no había nadie, y que tenía que
presentarme en la iglesia sin lavar ni arreglar, y con el pelo despeinado. La
mirada de mi madre es imposible de olvidar y de explicar. Me quedé quieta en el
banco de la iglesia, junto a mi madre,
mi padre y mi hermano, y allí vi como el cura del pueblo de al lado lanzaba
agua con un hisopo sobre el féretro. Yo la bendije con cánticos de la
naturaleza, porque de eso sabía, pero de hisopos no.
El viaje hasta el pueblo de al lado lo recuerdo solemne.
Se habían alquilado coches, furgonetas, en fin, cualquier medio de transporte
que pudiera transportar a los que querían dar su último adiós a Anita.
Al llegar al cementerio me llamó la atención las paredes
tan blancas. Era la primera vez que yo veía un cementerio de verdad. Entraron las personas que llevarían el
féretro hasta el lugar de descanso eterno, y yo me fui tras ellos. Mi madre descubrió que había llegado hasta allí, me
volvió a mirar de una manera inolvidable, pero yo sabía que no se atrevería a reprenderme
en público en un momento así y seguí el féretro, los familiares y los amigos.
El ataúd descendió bajo tierra, y en ese momento,
comprendí que yo también, algún día, dejaría de respirar. Comenzaron a echar
puñados de tierra con las manos sobre la madera y el crucifijo de la tapa. Yo
me di cuenta de que un día ya no tendría memoria ni sueños. Lloraban los hijos,
lloraba el marido, lloraban los familiares. Yo, perpleja, sabía que mis danzas
acabarían, a pesar de que en algunos momentos parecían rozar la plenitud y la eternidad.
Retiraron a los hijos, al marido, a los
familiares, y con palas comenzaron a echar tierra. A la quinta paletada ya apenas
se veía la caja. Yo supe que me iría igual y no volvería a ver la nieve, ni la recién
caída ni la conservada en neveros durante tres meses.
Siguieron con las paletadas de tierra, y a la media hora
había un montículo de tierra, que tapaba un agujero del suelo en el que estaba
el ataúd de Anita con su cuerpo muerto.
En el montículo pusieron una cruz baja de madera con una placa y un nombre. Hablaron
de dejar pasar tiempo, para que la tierra se asentase, y se pudiera poner la
lápida. Supe que un día ya no vería el cielo azul y que no bebería agua, porque
ya no tendría sed.
El camino de vuelta no lo recuerdo, y la bronca de mi
madre en casa, casi que tampoco. Sí recuerdo que tuve que bañarme, porque no
podía meterme en la cama con los restos de mi excursión por el monte, y de mi
viaje al cementerio del pueblo de agricultores.
Por la noche, me costó dormirme, y me puse a escribir una
lista de todas las cosas que un día ya no haría. El sueño me venció y no acabé la lista.
Al día siguiente, me desperté con ansias renovadas de
volver al monte, y pase el día de clase aburrida, por la tarde me escabullí
de casa, al salir de la escuela, y me fui al nevero, que si bien ya estaba concurrido
con más niños, no me impidió compartir mi nueva canción con los árboles. Mi
canción hablaba de todo lo que un día ya no existiría para mí, y los árboles me
dijeron que nada es lo que parece, y que lo que en apariencia no existe, vuelve
en forma de canción lejana y antigua, y si la reconoces, puedes volver a bailar
todas las danzas olvidadas, incluso puedes volver a beber agua, porque el baile
produce sed.
Tampoco teníamos cura, por lo que no existía la casa del
cura, ni tampoco existía el ama, la mujer que cuidaba del cura, por lo que
tampoco teníamos sobrina. Esta información es importante, porque no había
novenas, ni misa diaria, ni misas ofrecidas a los difuntos a los veintiún días, al mes, a los tres meses. No existía ninguna
cofradía del perdón o del auxilio, nuestro único contacto con la religión era la
misa de los domingos, en la que procurábamos formar parte del coro para
aburrirnos menos. Allí, en el coro, mientras el señor Cipriano movía el teclado del armonio, nosotros entonábamos
los cánticos de ese día, después comulgábamos y, al acabar la misa, nos íbamos a
pasear. Así pues, es cierto que nuestra educación religiosa y católica no era
muy excesiva, por lo que nunca tuvimos procesiones de semana santa y así nos
evitamos pasear pequeñas figuras de escayola pintada, con pelucas hechas por taxistas (esto de la peluca lo cuento otro
día), y con sus faroles de plástico y bombillas que van con pilas, paseando
entre los cubos de basura y escuchando los cánticos de los más devotos.
Es posible que hubiese mucha gente devota, pero nunca tuvieron oportunidad de demostrarlo, por lo que nos fuimos de allí sin saber si la madre de tu mejor amiga era una devota clandestina o, por el contrario, era agnóstica sin saberlo. En realidad nos fuimos de allí sin saber casi nada de las madres de nuestras amigas. Eran mujeres silenciosas, trabajadoras y que sabían soportar el aislamiento con agujas de hacer punto, los novelones de la radio, los consejos de Elena Francis, y los pantalones rotos de los hijos, que se rompían a base de deslizarse por barandillas convertidas en toboganes, porque otra ausencia importante era la de los toboganes.
Es posible que hubiese mucha gente devota, pero nunca tuvieron oportunidad de demostrarlo, por lo que nos fuimos de allí sin saber si la madre de tu mejor amiga era una devota clandestina o, por el contrario, era agnóstica sin saberlo. En realidad nos fuimos de allí sin saber casi nada de las madres de nuestras amigas. Eran mujeres silenciosas, trabajadoras y que sabían soportar el aislamiento con agujas de hacer punto, los novelones de la radio, los consejos de Elena Francis, y los pantalones rotos de los hijos, que se rompían a base de deslizarse por barandillas convertidas en toboganes, porque otra ausencia importante era la de los toboganes.
Sin cura, paseo de vírgenes de semana santa y sin
toboganes, algunos pueden pensar que nuestra infancia fue un poquito anárquica, pero es así, estas
ausencias las suplimos con complicidades especiales, porque éramos gente de
paso, nómadas sin apenas familia en aquellas casas. No éramos como los
pobladores del pueblo de agricultores de al lado, nosotros no, como buenos nómadas
y gente de paso, aprendimos pronto que nuestro mejor amigo es el que está a tu
lado para ser tu cómplice en el entierro de tu madre, en el diseño de la última
tabla deslizante de la nieve dura del nevero, o el que se sienta a tu lado sin
decir nada, y pasa muchas horas así, de esa manera, por el puro
deleite de estar juntos sin hablar.
Sí, gente de paso, sin curas y sin toboganes, pero con unos lazos creados en los silencios de las escaleras de cada grupo de viviendas, que todavía nos une tras cincuenta años. Nómadas de los sentimientos, pero reconocemos el primer campamento como el mejor, como el que tenía los frutos más dulces y el agua más clara y, porque no decirlo, el cielo más azul. Azul infancia, y no tengo ganas de explicar la composición química de ese pigmento, pero que hablen con algún pintor de infancia nómada, él les dará los componentes.
Sí, gente de paso, sin curas y sin toboganes, pero con unos lazos creados en los silencios de las escaleras de cada grupo de viviendas, que todavía nos une tras cincuenta años. Nómadas de los sentimientos, pero reconocemos el primer campamento como el mejor, como el que tenía los frutos más dulces y el agua más clara y, porque no decirlo, el cielo más azul. Azul infancia, y no tengo ganas de explicar la composición química de ese pigmento, pero que hablen con algún pintor de infancia nómada, él les dará los componentes.
Estas fotografías son del album de Carlos Platero, y las comparto con su autorización.
Hola Mari Luz! !! No sabes como comparto esa extraña percepción de que la religión no ha importado en nuestras infancias y por defecto en nuestras vidas. Y mi asombro cuando, en el otro pueblo de al lado vi el fervor de la Semana Santa. Los lloros al ver salir una imagen de escayola, las penitentes descalzas, las antorchas encendidas...lo siento, pero nunca lo entendí pues nunca lo había vivido antes. Ahí me di cuenta que es como si no tuviera raíces y al mismo tiempo como si mis raices estuvieran en el monte, en las piedras, en los pinos...
ResponderEliminarAhora que lo pienso yo no recuerdo mi primer entierro y eso que fue tarde, seguro.
Gracias por compartir edtos recuerdos. Ya quiero más!!! Besitos.
Hola Isabel, no sabes cómo me gusta tu comentario. El sábado cuatro de junio volvimos a quedar los de la misma edad y surgió este tema y somos varios los que compartimos la sensación de educarnos sin tantas jerarquías sociales. Y sí, parece que a la hora de buscar los anclajes vitales buscamos en la naturaleza el lugar seguro. Un beso.
ResponderEliminarEs un texto lleno de vivencias y reminiscencias que tocan el alma de quien lo lee. Veo tu comentario a Isabel y estoy muy de acuerdo contigo en que la Naturaleza es un lugar seguro para buscar nuestros anclajes vitales. Por eso, debemos cuidarla, venerarla, respetarle y agradecerle todo lo que tan generosamente nos brinda.
ResponderEliminarBesos
Gracias por expresar tan bien el respeto y amor que sientes por la naturaleza. Gracias por visitar mi blog y comprobar que en el monte se curan todas las enfermedades del alma, incluso las que no se padecen. Besos.
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